En el reino del hielo - El terrible viaje polar del USS Jeannette

von: Hampton Sides

CAPITÁN SWING LIBROS, 2019

ISBN: 9788412083088 , 584 Seiten

Format: ePUB

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En el reino del hielo - El terrible viaje polar del USS Jeannette


 

Prólogo


Bautismo de hielo [1]

una neblinosa mañana de finales de abril de 1873, el bergantín-goleta a vapor Tigress abandonaba la bahía Concepción, en la provincia canadiense de Terranova. Abriéndose paso entre los témpanos y hielos flotantes de las costas de la península del Labrador, puso rumbo norte y partió en busca de los cazaderos de focas donde faenaría toda la temporada. A última hora de la mañana, el Tigress se topó con algo extraño: un esquimal solitario en un kayak trataba de llamar la atención de la tripulación agitando los brazos y gritando desaforadamente. El nativo atravesaba sin duda algún tipo de dificultad, pues no solían adentrarse tanto en las peligrosas aguas abiertas del Atlántico norte. Cuando el Tigress se acercó, el hombre gritó en un inglés apenas inteligible: «¡Vapor americano! ¡Vapor americano!».

Los tripulantes del Tigress, asomados a las bordas, intentaban sin éxito descifrar a qué se refería el esquimal. Justo entonces, la niebla se abrió y dejó ver, a media distancia, un témpano de perfil irregular sobre el que más de una quincena de hombres y mujeres, además de varios niños, parecían haber quedado varados. Al ver el buque, los náufragos rompieron en vítores y dispararon sus armas al aire.

El comandante del Tigress, Isaac Bartlett, ordenó que se botaran las lanchas. Cuando los rescatados —diecinueve en total— subieron a bordo, se hizo evidente que habían atravesado penurias sin parangón. Raquíticos, sucios y con algunos miembros congelados, dirigían a su alrededor una mirada perdida. Tenían los labios y dientes relucientes de grasa porque acababan de desayunar los intestinos de una foca.

—¿Cuánto tiempo llevan en el hielo? —les preguntó el comandante Bartlett.

El hombre de más edad, un estadounidense llamado George Tyson, dio un paso adelante y respondió:

—Desde el 15 de octubre.

Bartlett creyó no haber entendido. Habían pasado 196 días desde esa fecha. Ese grupo de personas, del que no sabían absolutamente nada, llevaba casi siete meses navegando a la deriva sobre aquella placa de hielo. El precario témpano había sido, en palabras de Tyson, una «balsa enviada por Dios».[2]

Bartlett continuó haciendo preguntas a Tyson y cuál fue su sorpresa cuando este le contó que el malhadado grupo viajaba a bordo del Polaris, un barco famoso en todo el mundo. (Ese era el «vapor americano» al que se refería el esquimal con sus gritos). Supuestamente, el Polaris, un poco agraciado remolcador a vapor y reforzado para navegar entre el hielo, iba a protagonizar la gran gesta polar estadounidense, financiada en parte por el Congreso con el apoyo de la Armada. Había zarpado desde New London, Connecticut, dos años antes. Tocó puerto en dos ocasiones rumbo a Groenlandia, pero jamás fue visto de nuevo.

Tras dejar atrás el paralelo 82, latitud jamás alcanzada por un navío hasta entonces, el Polaris quedó atrapado en el hielo frente a la costa occidental de Groenlandia. En noviembre de 1871, el líder de la expedición, un hombre visionario excéntrico y taciturno llamado Charles Francis Hall, oriundo de Cincinatti, murió en misteriosas circunstancias tras beber una taza de café que, según sus propias sospechas, alguien había envenenado. Tras la muerte de Hall, la expedición quedó descabezada y, nunca mejor dicho, perdió el norte.

La noche del 15 de octubre de 1872, la gran placa de hielo adyacente al Polaris sobre la que Tyson y otros dieciocho miembros de la expedición habían acampado provisionalmente se desgajó de la banquisa y quedó a la deriva en la bahía de Baffin. Los náufragos, entre los que había varias familias esquimales y un recién nacido, nunca pudieron regresar al Polaris. No tenían otra opción que sobrevivir sobre aquel témpano. Durante todo el invierno y toda la primavera flotaron hacia el sur, sin poder modificar el rumbo un ápice. Dormían en iglús y se alimentaban de focas, narvales, aves marinas y algún que otro oso polar. No tenían combustible con el que cocinar, así que durante su travesía no comieron más que carne cruda, vísceras y sangre. Eso cuando conseguían cazar algo.

Tyson afirmó que habían sido unos «locos afortunados».[3] Apiñados miserablemente sobre su menguante trozo de hielo, habían navegado a la deriva de un lado a otro, «como un volante de bádminton»,[4] en palabras del propio Tyson, surcando mares, chocando contra icebergs y soportando fuertes tempestades. Sorprendentemente, lograron sobrevivir todos los miembros de esa malhadada expedición. En total, habían recorrido 1.800 millas náuticas (unos 3.000 kilómetros).

Perplejo ante el relato de Tyson, el comandante Bartlett dio la bienvenida a los rescatados a bordo del Tigress y les sirvió bacalao con patatas y café caliente. El barco puso rumbo al puerto canadiense de San Juan de Terranova, donde un navío de la Armada estadounidense se encargó de trasladarlos directamente a Washington. Tyson y el resto de supervivientes revelaron, en un apresurado interrogatorio, que el Polaris, aunque con daños, seguiría posiblemente intacto, y que las otras catorce personas que formaban la expedición acaso habrían salvado la vida, guarecidas en el barco semihundido y atrapado en la banquisa, al norte de Groenlandia. Las autoridades navales, tras entrevistar separadamente a los supervivientes, concluyeron que en el Polaris se había producido una crisis de liderazgo desde el primer momento y que la tripulación había estado cerca de amotinarse. Dedujeron que, en efecto, Charles Hall podría haber sido envenenado. (Casi un siglo después, expertos forenses exhumaron su cuerpo y detectaron niveles de arsénico tóxicos en las muestras de tejido. Tyson, negándose, sin embargo, a dar nombres, puso antes de morir el grito en el cielo: «Quienes han frustrado y arruinado esta expedición no podrán escapar a su Dios»,[5] maldijo al parecer).

La ciudadanía estadounidense, impresionada por la desdichada historia de aquella expedición nacional y su rotundo fracaso, pedía que una segunda expedición regresara al Ártico en busca de supervivientes. Así, con el apoyo del presidente Ulysses S. Grant, la Armada no tardó en despachar un buque —el USS Juniata—, rumbo a Groenlandia, con el cometido de encontrar al maltrecho Polaris.

El Juniata era una corbeta acorazada que había vivido muchas batallas en el bloqueo del Atlántico, durante la guerra civil estadounidense. Todos los periódicos del país celebraron su partida de Nueva York, el 23 de junio de 1873, al mando del oficial Daniel L. Braine. La misión del Juniata en Groenlandia tenía todos los elementos necesarios para convertirse en noticia de alcance nacional: se esperaba un emocionante rescate y también la resolución del intrigante suceso, sobre el que planeaba la sombra de un asesinato. Un corresponsal de The New York Herald embarcaría en el Juniata en San Juan de Terranova para informar sobre la búsqueda. Debido en gran parte a la presencia a bordo de un periodista del Herald, la búsqueda del Polaris se convertiría en el asunto de mayor actualidad de finales del verano de ese año.

El segundo de a bordo era un joven teniente de navío procedente de Nueva York llamado George De Long. De veintiocho años y ojos verde azulado enmarcados por anteojos, De Long ansiaba hacer grandes cosas. Era un hombre voluminoso y de espalda ancha; pesaba noventa kilos. Oficial de la Academia Naval estadounidense, pelirrojo y de piel clara, portaba un astroso mostacho que se elevaba prodigiosamente por encima de las comisuras de su boca. Cuando tenía un momento para descansar, se le solía encontrar fumando una pipa de espuma de mar y enfrascado en un libro. La calidez de su sonrisa y la suavidad de sus carnosas facciones contrastaban con el agresivo perfil de su mandíbula, rasgo que llamaba la atención. De Long era un tipo decidido y arrojado, eficiente y concienzudo, y ambicioso hasta el ardor. Una de sus expresiones habituales, casi una muletilla, era: «Hágalo ahora mismo».[6]

De Long había navegado por gran parte del globo: Europa, el Caribe, América del Sur y toda la costa oriental de los Estados Unidos. Aunque conocía el Ártico, aquel viaje no le hacía especial ilusión. De Long estaba muy acostumbrado a los trópicos. Nunca se había interesado por la heroica búsqueda del polo norte, que preocupaba hasta casi el delirio a exploradores como Hall y despertaba un enorme interés en la ciudadanía. Para De Long, la expedición del Juniata a Groenlandia era una misión más.

No pareció causarle muy buena impresión San Juan de Terranova, donde el Juniata se...